El viento de diciembre movía los árboles como alguna vez lo hizo con un olvidado canto arcano tallado en la áspera superficie de una piedra. Sin embargo, el anciano no lo sentía.
No se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Las personas, los murmullos, los abrazos. Su vista se concentraba en seguir el golpe que recibía la tierra al ser ultrajada; una pala se encargaba de abrir las entrañas del suelo.
Y recordó lo efímero de la existencia. Al final, todo parecía un juego cruel: uno se va sin despedirse. Nunca se había preguntado por el tan famoso sentido de la vida, le parecía que era placer por perder el tiempo, sólo sabía que todos comparten un mismo destino pero le resultaba difícil entender que la muerte no sigue ningún orden.
El tiempo se devoraba a sí mismo. Dos hombres se encargaban de cerrar la sepultura que ahora albergaba un nuevo ataúd. Los martillazos que separaban viejos recuerdos del mundo real rompieron el silencio del anciano con un tempo profundo, capaz de helar las cálidas arenas del Sahara.
El anciano se quedó solo, observando la tumba de su nieta. Fue en ese momento que se dio cuenta que no volvería a cantar.
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