sábado, 25 de diciembre de 2010

Noche Buena


Debo admitir que fue extraño la primera vez. Que a uno lo traten como si fuera un espantoso monstruo resulta muy doloroso las primeras veces. No es que quiera empezar a inventar escusas. No. Tan sólo creo que un ser humano debe tratar a otro como igual sin importar la condición (aunque admito que suena utópico). Hace poco una señora de esas adineradas empezó a gritar como loca cuando me acerqué, como si fuera un feroz leopardo y ella una indefensa gacela. Sólo quería ayudarla a cruzar de acera. Uno se acostumbra a vivir en la calle: ser mendigo puede ser un trabajo difícil aveces. No me quejo. Memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris. De ángel esplendoroso a ángel caído en un día: la típica historia.

No sé si todo lo que pasó fue producto de las drogas. Somos blancos de las críticas por querer inhalar cemento de vez en cuando; se culpa a todos esos satánicos químicos por nuestra desgracia pero ellos no tienen la culpa. Si sintieran el frío de la calle cada vez que caen dormidos y sufren el ardor de la acera hirviendo en la nuca cuando se levantan, también les gustaría despejarse cuando se presenta la oportunidad. No piensen mal de mí, yo soy el único quien dirige mi vida, a pesar de que las pruebas testifiquen en mi contra.

Todo pasó en una noche de luna llena. Las nubes trataban de quitarle el esplendor al astro como si sufrieran un ataque de celos, pero no lo lograban. Había logrado que un chino dueño de un supermercado me hubiera regalado unas sobras para comer: bajo el frío espectral de la calle cualquier sobra es un lujo. Me senté en la esquina – ahora abandonada – donde los travestis acostumbraban ganarse el pan de cada día y me dispuse a comer. El silencio se había apoderado de la calle, el vacío amenazaba con adueñarse de todo; parecía que alguien había talado los grandes árboles de cemento y vidrio de la jungla de asfalto y hubiera dejado un desierto. Estaba completamente solo en ese escenario sin intérpretes.

El bombillo de un poste de electricidad reventó, atentando contra toda aquella ceremonia de calma sepulcral. Ya estaba acostumbrado a ese tipo de fallas; cuando uno lleva tanto tiempo deambulando por una ciudad, nada te sorprende. Nada. Empecé a escuchar el sonido de algo que parecía raspar el asfalto. Esas ratas por comer de todo, han crecido como si fueran rinocerontes –pensé inocentemente, sin darme cuenta que algo estaba tratando de quitar la tapa de la alcantarilla que estaba debajo del semáforo que parpadeaba epilépticamente al frente mío.

Había escuchado el mito urbano de los cocodrilos que habitan en las cloacas, pero para quitar esa tapa se necesitaba algo que ningún reptil –por suerte – tiene: pulgares. El sonido de una canción de música Charleston empezó a salir de la alcantarilla. Pensé que Morfeo me estaba jugando una mala pasada pero, después de pellizcarme varias veces, pude notar que aquello de verdad estaba sucediendo. Los forcejeos con la tapa continuaron hasta que salió volando como un cohete; cayó en medio de la calle y giró sobre sí hasta que finalmente se detuvo, y de la alcantarilla empezaron a escucharse voces junto a la música.

Un hombre con sombrero de copa salió triunfal de esa alcantarilla de fantasía. Llevaba un elegante traje entero de color morado; su rostro apenas se dejaba ver gracias a unos largos anteojos verdes, llevaba un largo bigote de Dalí que se alzaba hacia el cielo exuberantemente y una cálida sonrisa remataba el bizarro aspecto que el hombre tenía.

-Buenas noches, buen hombre- dijo el que parecía ser un maestro de ceremonias- espero no interrumpir su cena pero mi caravana necesita llegar a su destino lo más rápido posible.

Petrificado por tal sorpresa, no pude articular ni una palabra. Cuando pude reaccionar un poco ante tal situación, hice una seña de aprobación que el caballero agradeció con una reverencia.

Del pequeño hueco de la alcantarilla salió una mujer vestida con un corto vestido rojo. Sus anchos labios y su mirada concupiscente retaban a cualquier corazón a quemar toda la pasión en sus cámaras de fuego. La sensual figura del súcubo recién salido de la cañería no era lo que más resaltaba, no. De su espalda salían unas largas alas de ángel que caían hasta el piso. No podía entender como el maestro de ceremonias y aquella musa habían podido brotar de un orificio que podía tener unos escasos 45 centímetros de diámetro. Parecía que hasta la generación espontánea se hacía presente en el siglo XXI.

El maestro de ceremonias y la mujer alada empezaban a alejarse por la calle cuando el cuerpo de un hombre reptó por el hueco que parecía conectar la soledad citadina con una orgía circense sacada de la mente del Marqués de Sade. Lo que me llamó la atención en aquel hombre era el hecho de que llevara su cabeza en sus brazos; sí, estaba decapitado y portaba su cabeza como un triunfal trofeo de cacería. Vestía un elegante traje emulando a un tirano Luis XIV y su cuerpo tenía el caminado de un recatado aristócrata a pesar de no portar una cabeza que le ordenara tal acción.

-Parece que acabas de ver al fantasma de tu abuela, amigo – me dijo su cabeza – te aconsejo que te tomes un trago, de esos que prepara el brujo.

¿Brujo? ¿De qué hablaba el decapitado? A continuación, salió de la cañería un brujo. Parecía que pertenecía a alguna tribu aborigen; llevaba un estrafalario amuleto en forma de cruz colgando del cuello y un taparrabos era lo que no permitía que anduviera como llegó al mundo.

-Oye Alejandro – gritó el decapitado, demostrando su dotes hospitalarios- regálale un trago a ese tipo. Parece que tiene frío.

El brujo saco un pequeño vaso de madera y vertió un líquido azul de una botella. Me lo extendió y tuve que tomármelo rápidamente para dar una señal de agradecimiento. El trago tenía un ligero saber cítrico; sin embargo, apenas me lo tragué, su sabor se convirtió en una sensación amarga al pasar por mi garganta, como si fuera café. Le devolví el recipiente de madera al brujo y el continuó su marcha.

Los personajes de la caravana seguían su camino por la calle hasta doblar en una esquina a una distancia de cuatro semáforos más lejos de donde yo estaba. Un hombre con cabello largo y una frondosa barba brincó de la alcantarilla. Tendió su mano al interior y sacó a otro hombre que tenía aspecto morisco; llevaba un largo turbante y una túnica color caqui, su barba blanca parecía competir con la del hombre que lo había sacado del abismo de las cañerías. Me percaté que el hombre de pelo largo era idéntico a la figura del mesías que siempre había visto en los cuadros de las iglesias cuando le rogaba a algún sacerdote que me regalara alguna limosna (los muy bastardos siempre me echaban de los templos quejándose de mi mal olor). El “Jesús” tomó de la mano al hombre del turbante – que parecía una especie de profeta – y lo besó apasionadamente en la boca. Siguieron la ruta de la caravana tomados de la mano como una pareja de adolescentes enamorados, de esos que pasean por los parques.

Unos niños cíclopes emergieron saltando y danzando al compás de la música que se seguía escuchando, proveniente de la alcantarilla. Cada uno llevaba una mariposa de exótico color enjaulada; habían de todos colores: plateadas, doradas, rojas, purpura. Un pequeño cíclope se acercó donde yo estaba y me lanzó una mirada curiosa. Sacó de su bolsillo una tiza y empezó a escribir en la pared sobre la cual estaba recostado. Luna divina, ilumínanos y juega con nosotros, rezaba aquel grafitti que al día siguiente intenté borrar pero no cedió a la presión de desaparecer.

Un séquito de enanos – calculo que eran unos ocho – salieron ansiosos como si esperaran algo. Uno silbó y seguidamente fue emergiendo una larga carroza. La carroza llevaba una gran caja de cristal con agua que contenía una sirena. La sirena nadaba en su pequeño hábitat como si estuviera surcando el océano más grande del mundo, demostrando sus atributos a pesar de su cautiverio. Aquella bella creatura, cuando se percató de mi enamorada mirada, se dispuso a cantar mas no logré escuchar nada. Pude notar que, en una esquina, el cristal llevaba una inscripción: Cristal retenedor de sonidos. Debo ofrecer mi más sincero agradecimiento al fabricante de aquella caja ya que no tenía un mástil al cuál atarme como alguna vez lo tuvo Ulises.

Noté que los actores empezaron a cambiar. De las cañerías empezaron a salir parejas de animales: dos marmotas, dos ornitorrincos, dos avestruces, dos camellos, dos cobras. Macho y hembra. Siguiendo la caravana como si fuera un arca bendita. Una pareja de tarántulas puso fin al desfile de animales que, seguramente, eran exiliados de algún gran zoológico. Lo último que salió de la alcantarilla fue el grupo de músicos encargados de tocar la movida melodía que se iba extinguiendo, poco a poco, conforme la caravana se iba, como si fuera una vela que agonizaba lentamente.

Después de que la caravana desapareció completamente y el silencio volviera a reclamar la noche, fui a revisar la alcantarilla. Una íngrima oscuridad me impidió ver lo que había adentro. Supuse que era mejor no jugar de intrépido, por lo que recogí la tapa y cerré la “puerta” que dividía la calle de las cloacas. Sentencié que algún día me armaría de valor y bajaría a explorar si allá abajo existía otro mundo. O universo.

Sé que es difícil que me crean que esto de verdad pasó. Un indigente puede llegar a mentir sobre cualquier cosa para tener algo que darle al estómago. Tan sólo quiero decir que no tengo ninguna razón para mentir: soy un solitario testigo de los eventos que se llevan a cabo en las calles. El intenso olor del cemento no puede dibujar, eso lo conozco muy bien. Los invito a pasar y observar el grafitti que dejó el pequeño cíclope; las autoridades han probado de todo para borrar la inscripción y todavía sigue allí, victoriosa, siendo la marca de un evento inesperado.

Quizá deberíamos tomarnos el tiempo y revisar que hay debajo de la calles. No cuesta nada. Podríamos encontrar mundos perdidos, cofres llenos de monedas de oro, caravanas con ilustres y extraños miembros, escaleras que conducen al lóbrego centro del infierno, o simplemente aguas negras.

Las calles están tan solas en noche buena, que nadie se da cuenta de lo que sucede en ellas.

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