“Me vi en medio de una selva oscura, fuera de todo camino recto.”
- Dante Alighieri El tiempo es un ser vivo. No hay duda de ello. Cuando la lluvia cae inesperadamente, como un sigiloso invasor, se reviven esos momentos que habitan en el panteón de nuestra alma, renacen chillando de alegría, burlándose de nosotros mismos por pensar que nos habíamos librado de ellos para siempre. Los años habían esculpido esa casa con un depredador cincel, parecía un lugar en donde nunca había vivido, donde mis hijos no le habían gritado al vacío sus primeros llantos, donde mis nietos no habían reído hasta agotar sus reservas de lágrimas; ahora sólo quedaba una casa de dos pisos que se desnudaba ante el lóbrego sonido de la calle.
No podía olvidar aquella ilusión que brotaba espontáneamente cuando abría la puerta principal: parecía que el espacio era mutilado para abrirle campo a un gran salón, esta sensación fue la razón por la que nunca dejé de creer en hadas. Las dos salas contiguas al gran salón me zambulleron en los recuerdos de viejas fiestas donde el champán se colaba en nuestra sangre y nos entretenía con sus viejas pero usuales travesuras; sin embargo, me resultaba exasperante el color sepia de los fotogramas de la memoria. La reptil escalera me volvió a conducir a los cuartos donde mis hijos se habían entregado intempestivamente a Morfeo, todavía lograba percibir aquellos aromas de inocencia, flores que se habían eclipsado con la roja luna de agosto para no volver a aparecer. Definitivamente el olvido es un destructor de mundos que puede apagar mil soles. Aquella selva fue tragándose sus psicotrópicas nieblas para conducirme a un templo, a un altar: volví a descubrir la habitación que compartí por cuarenta y dos años con mi esposa. Las paredes no habían perdido la cálida palidez, sus dimensiones casi pitagóricas me recordaban una caja de pandora que había disfrutado sin remordimientos, nunca había tenido vergüenza y ese instante lo disfrutaría como se disfruta un orgasmo: con eternidad. Aquellas sensaciones de vanguardia volvieron a renacer. Súbitamente como un fénix.
Bajé las escaleras deslizándome de la misma manera que un pulpo lo hace con su presa. Pasé por aquel comedor donde cada navidad toda la familia llegaba a cenar; ya no recuerdo qué se celebraba en navidad pero daría todo lo que tengo para volver a celebrarla como en los viejos tiempos. Los fantasmas hechos con olores de estofados me excitaron el olfato cuando entré a la cocina: el recorrido empezaba a convertirse en una tortura, de esas que uno en el fondo disfruta. Y llegué al último cuarto de la casa, un pequeño sitio lleno de colores, colores que habían sido pintados por el pincel que mi nieto primogénito alguna vez blandió como un quijotesco caballero sobre lienzos perdidos en las costas olvidadas de la conciencia. Volví a ver cierta luz crepuscular que danzaba sobre los restos de una ventana, esos vidrios rotos sólo eran señales de aquello que no volvería jamás. Tenía que continuar mi viaje. Porque resulta difícil volver a nuestra casa después de una larga ausencia, resulta difícil encarar aquello que forjó lentamente nuestro aliento, resulta difícil estar muerto. Después de todo, es lo mismo contar del uno al diez que del dos al catorce.
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