Transcurría un día como cualquiera en el impávido planeta. Miles de niños salían de trabajar después de una larga jornada en la maquila mientras otro millar de niños salía de la escuela en otro rincón del mundo, una madre lloraba al pie de la tumba de su hijo después de haber sido matado por robar algo que comer para llevar a casa mientras otra madre festejaba la graduación de su hijo en otro rincón del mundo (por supuesto), un ejecutivo de Wall Street se adjudicaba millones de dólares a su billetera mientras un constructor se preguntaba cómo mantendría a su familia después de haber sido despedido en otro rincón del mundo. El destino parecía burlarse de la humanidad al negarle la oportunidad de ver cómo el sol y la luna agonizaban en el paredón de fusilamiento de la penitenciaria de una corporación mundial, la vida se había convertido en una ilusión que sedaba al deseo y mataba de sed a la esperanza.
Miguel Cambronero había dedicado toda su vida a vender lotería en las calles de la ciudad, había observado cómo, poco a poco, el gris venció al azul del cielo para amenazar con ser un huésped eterno del gran hotel urbano. Su labor como voyeur citadino lo había dejado percatarse del modo en que los automóviles formaron su propia manada para ejercer la jefatura en la jungla del asfalto, lo había hecho testigo del modo en que el silencio fue embotellado para ser vendido en los anaqueles de un supermercado de gente adinerada y de cómo las personas olvidaron sonreír. Porque Miguel estaba sumergido en los escombros de una civilización pronta a extinguirse en donde el ambiente era atiborrado de rezos vacíos destinados a que un dios inexistente no los respondiera, la fe había sido obligada a prostituirse en una casa cural para garantizar su sobrevivencia y la sombra de un crucifijo roto se proyectaba al atardecer. Lo que más le preocupaba a este vendedor de lotería era que ya nadie le ofrecía una sonrisa desinteresada cuando vendía un pedacito de suerte, parecía que algo había poseído a la personas para no dejarlas ser quienes eran. Miraba cómo cada vez llegaban más personas a la casa de empeño, que estaba a la par de su puesto, para cambiar pertenencias por billetes con la cara impresa de un hombre o una mujer que él nunca llegaría a conocer, siempre intentaba encontrar la razón de por que algo tan insignificante como un papel verde era el eje en que rotaba el mundo.
Otro día como cualquiera Miguel se levantó cuando el sol ya jugueteaba con los cadáveres de las gotas del rocío y empezó a sentir una sensación poco común. Era similar a un ataque de euforia combinado con el frío estupor de un infante cuando nace y el dulce estrépito de un beso inesperado, en ese momento profirió una palabra de cinco letras superior a cualquier pentagrama de un rito esotérico para revivir a un demonio mesopotámico, Miguel dijo Basta. Decidió instalarse al frente de la Plaza Capital con un letrero que llevaba pintado ese voto tan fuerte y poderoso que había declamado, los transeúntes pasaban con indiferencia a la par del viejo porque temían que su locura fuera uno de esos virus que son titulares en los noticieros. Un día la vieja plaza se transformó en la residencia de cientos de personas que llevaban carteles similares a los de Miguel, el pobre hombre no entendía lo que pasaba, ignoraba que era conocido en muchos países producto de una foto publicada en un sitio web, su rostro salía en los periódicos de todo el mundo, la gente sólo hablaba del hombre que pernoctaba en el frío lecho de la intemperie mientras sostenía un letrero, se había convertido en una celebridad de la llamada “Aldea Global”. Él había comenzado algo grande sin embargo nunca dejó de sostener su cartel.
La luz tenue de la habitación era eclipsada por el sudor y la pena de los ocho hombres que estaban en un círculo dentro de ella. Eran almas de altos ejecutivos que estaban destinadas a sucumbir pronto, parecía mentira que una revolución se hubiera labrado a raíz de un cualquiera con un tonto cartel, porque el mundo había condenado al capitalismo y quería deshacerse de quienes lo promovieron con tanto ahínco. Allí estaban los ocho elegidos protagonizando los tortuosos lamentos del juego de la ruleta rusa, una pistola con siete balas, el que sobreviviera se le exhibiría como un delincuente y sería inmortalizado en los libros de historia como “el hombre más cruel que hubiese existido”. Le tocó el turno al primero, cogió la fría pistola de plata y la observó como quien observa un abismo dantesco sin fin, “Allá los espero” recitó antes de jalar el gatillo y que sus sesos volaran como vuela un pajarillo por primera vez. Los hombres comenzaron a llorar, la situación evocaba la escena de un vodevil: altos jerarcas de grandes empresas que ahora parecían recién nacidos, en otros tiempos nadie se hubiera imaginado eso. El segundo tomó el arma, vaciló antes de sentenciar su fin por lo que el disparo le atravesó sólo una parte de la cabeza, agonizó por cuatro horas, sus gritos eran como martillos que clavaban veneno de cobra en los corazones de aquellos que esperaban su turno. El tercero se limitó a llenarse su boca de plomo para evitar el destino (si es que le podemos llamar así) de su compañero. La pistola le parecía como un puente que no podía cruzar, no entendía la razón de matarse con aquellos, que alguna vez trabajaron con él en una habitación, Barack Obama recordaba el día en que llegó a presidir un imperio cuando pensaba en jalar el gatillo, no había sido su culpa que los intereses se interpusieran en su labor, no le parecía justo. Ante él yacían los cuerpos de dos antecesores suyos y del presidente del Banco Mundial, la barbarie de la humanidad acabaría con un juego macabro que prometía devolver la felicidad al mundo, sin embargo seguía sin entenderlo. ¿Por qué estaba metido en una situación tan absurda? ¿Se lo merecía? ¿Acaso nuca luchó por cambiar las cosas? ¿Por qué tenía que ser tratado como un desalmado que viola a una niñita? ¿Por qué nunca renunció cuando pudo? En esos momentos sus hijos deberían de estar odiando a todos aquellos que lo obligaron a matarse, no tenía caso, si no lo hacía alguien más lo haría por él. Como tirándose al vacío disparó contra su ser. Pero Barack Obama ignoró que la justicia no es ciega, sólo tiene los ojos vendados para dejar que muchas cosas sucedan.
Miguel Cambronero despertó en medio de una multitud, no entendía que estaba haciendo tanta gente allí. Decidió tomar las pocas pertenencias que había llevado a la plaza e irse a su casa. Al amanecer nadie sabía del paradero de aquel viejo tan valiente, sólo quedaba el letrero que, hasta ese momento, no había soltado. Un hombre, que llevaba puesta una camisa con la cara de Miguel estampada, gritaba que seguro aquel valiente hombre debería de andar luchando por otra causa, nadie nunca entendió porque el propulsor de una revolución que acabó con una enfermedad que venía enfermando las mentes de los hombres decidió dejar su puesto. Nunca nadie lo entendió. ¡Qué va a estar sabiendo lo que significa capitalismo un viejo analfabeta!
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