domingo, 3 de octubre de 2010

El vals de Mefisto


“A mi juicio, no hay cosa más digna de compasión en este mundo que la incapacidad de la mente humana para poner en relación su contenido.”- H.P. Lovecraft.

El sonido de la puerta cerrándose dejó un eco que se negaba a morir. Me tomó por sorpresa cuando ella entró; en estos días la policía se encargaba de los vicios de las calles, mi negocio parecía acabarse hasta que su visita le dio un último respiro. Su cabello rubio, sus ojos de fuego, sus labios de almendra, su sombra; todo me recordaba la bella y prohibida manzana que alguna vez ultrajó el paraíso: pero todos tenemos algo de serpiente.

Su voz provocaba inocentes torbellinos con el humo de mi cigarro, parecía que tomaban formas ancestrales, conspirando con el destino; yo nada más escuchaba. Su caso era singular; sin embargo, me recordaba el sentimiento de adrenalina que sólo un matrimonio fallido puede tener. La tenue luz de mi escritorio hacía que la señora Johnson se viera más grande de lo que era, como esas musas ya olvidadas por las copas de whiskey de algún bar.

Scarlett (insistió que la llamara por su nombre, no me pude negar) había encontrado a su marido mutilado en su biblioteca, encima de un pentagrama invertido dibujado sobre el suelo. La policía había atribuido el suceso a una crisis depresiva, pero no lo era. Ella lo sabía, lo sentía, casi que podía escuchar los alaridos de su esposo al ser asesinado; ella lo sabía.

Sus lágrimas brotaban de sus ojos como océanos que no soportaban tener dueño y parecía que danzaban con el viento al convertirse en una masa salobre en sus mejillas. El señor Johnson había sido víctima de algún extraño culto, era indudable, pero nadie lograba comprender cómo habían entrado a un lujoso barrio de Los Ángeles; esto sucede cuando sueltan a los locos y a los ricos. Ella me insistía en resolver el caso. No podía prometerlo pero le juré hacerlo; es curioso todo lo que uno hace con vino en la sangre y una mujer al frente.

El reloj destronó el silencio que intentó someter la habitación después de que Scarlett se fue. Sabía dónde empezar: los rumores decían que en el Mefisto’s Bar se reunían la clase de lunáticos que podían cometer tal crimen. Tomé mi chaqueta y mis llaves del carro, apagué mi cigarro y me fui… de vuelta a la cazaría.

No dejaría de recordar el perfume de Scarlett, su olor incendiaba mi olfato y no lo dejaba percibir otra cosa. Tenía que atrapar al bastardo que cometió el atroz crimen para luego realizar mi plan. Un detective no hace nada gratis.

La luz del semáforo. La sonrisa de la noche. Un acelerador enseñándole a un alma cómo vivir.

El aspecto del Mefisto’s Bar me recordaba una película de Béla Lugosi, de esas que se robaban nuestros sueños cuando éramos niños y los reemplazaban por frías pesadillas. No sé cómo acabara esto pero escucho un vals en mi cabeza. Un vals que marca la necesidad de una viuda y de un viejo detective.

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